Tu hijo tiene sentido de la justicia a partir de los 4 años
¿Está el sentido de la justicia en la naturaleza humana, o es un producto sociocultural? La respuesta no es simple. Hay una parte más bien natural que se desarrolla espontáneamente en los niños de cuatro años de cualquier sociedad. Pero también hay otro componente que solo surge a los ocho años y que depende drásticamente del entorno cultural: se desarrolla mejor en los niños occidentales que en los de países en desarrollo. Una excepción notable es Uganda, que se agrupa con los primeros.
Son los resultados del primer estudio multicultural sobre el desarrollo del sentido de la justicia en los niños. Los psicólogos y antropólogos Peter Blake, de la Universidad de Boston; Katherine McAuliffe, de Yale y Harvard, y sus colegas de Salk Lake City, Columbia Británica y Nueva Escocia, en Canadá, y Dakar Fann, en Senegal, presentan la investigación en Nature.
Han analizado a 1.732 niños de 4 a 15 años de edad en siete sociedades de Canadá (angloparlantes de Antigonish, católicos), India (hablantes de Telugu de Andhra Pradesh, religión hindú), México (hablantes de maya de Xculoc, católicos), Perú (hablantes de español de San Pedro de Saño, católicos), Senegal (hablantes de wólof de Dakar, musulmanes), Uganda (hablantes de rutooro de Fort Portal, católicos y anglicanos) y Estados Unidos (angloparlantes de Boston, protestantes y católicos).
La forma de medir las dos partes del sentido de la justicia requiere alguna explicación técnica. El parámetro clave, muy consolidado en la psicología experimental, se llama “aversión a la injusticia” (inequity aversion), y se mide en dos tipos de experimento. En el primero, uno de los dos niños (o una de las dos niñas, nunca se mezclan sexos) tiene que aceptar o rechazar una distribución de recompensas obviamente injusta para él. Por ejemplo, a ti te toca una manzana, y al otro cuatro. Si lo rechazas, evitas la injusticia, pero pierdes tu manzana. Esta prueba mide la “aversión a la injusticia en desventaja”. Y este es el parámetro que se desarrolla espontáneamente en los niños de cuatro años, y en todas las sociedades.
El segundo experimento mide la “aversión a la injusticia en ventaja”. En este caso, a ti te tocan cuatro manzanas, y al otro una. Si lo rechazas, rechazas una situación injusta para el otro, y aun a costa de perder tus cuatro manzanas. Este es un grado superior, aparentemente altruista, de aversión a la injusticia. Y es el que solo se desarrolla alrededor de los ocho años, y preferentemente en las sociedades occidentales (Canadá y Estados Unidos), aunque también en Uganda. Los niños de India, México, Perú y Senegal no desarrollan este rasgo. Hasta aquí los datos.
Y a continuación el contexto. En primer lugar, hay que aclarar que las dos pruebas no cuantifican el egoísmo y el altruismo, respectivamente. En realidad, ambas representan una aversión a la injusticia, y tienen un sentido evolutivo en las especies sociales. La aversión a la injusticia en desventaja (la que se desarrolla a los cuatro años en todas las sociedades) implica un coste inmediato (pierdes tu única manzana), pero aporta beneficios a largo plazo: manda a los demás la señal de que no estás dispuesto a tolerar abusos similares. Y además impide que el otro se haga con beneficios excesivos. Es un rasgo que compartimos con los primates no humanos y otras especies sociales.
Por otro lado, el segundo rasgo, la aversión a la injusticia en desventaja, tampoco significa altruismo, pese a las apariencias. Es cierto que implica un sacrificio inmediato mayor (renuncias nada menos que a ¡cuatro manzanas!), pero manda una señal que puede ser muy útil a largo plazo en una especie social como la nuestra: quiere decir que eres un buen cooperador, alguien en quien se puede confiar en el futuro. Es hambre para hoy y pan para mañana. Y, por todo lo que saben los evolucionistas, parece ser un rasgo exclusivamente humano.
En cualquier caso, el primer rasgo parece estar (en buena parte) en la naturaleza humana, y es obvio que el segundo está más bien en la cultura. Sobre los fenómenos concretos del entorno que causan la diferencia entre sociedades –educación, insistencia de los padres en el comportamiento justo, ambiente con transacciones más frecuentes— solo cabe especular por el momento, y el lector es tan libre de hacerlo como los autores del trabajo. Muchos de estos detalles, eso sí, son susceptibles de investigación psicológica, y los científicos ya planean experimentos de seguimiento para intentar aclararlos. Habrá que estar al tanto.