Amy, la chica detrás del nombre
Tras el coloquio acerca de la película documental sobre la vida de Amy Winehouse, recogí una serie de ideas y conceptos que he plasmado en este artículo, intentando dar respuesta a algunas de las preguntas surgidas entre la audiencia.
El título de la película-documental ya nos invita a ir más allá, a no quedarnos con un nombre en ocasiones rutilante pero también a veces ridiculizado. La afición de Amy por grabar momentos de su vida nos permite asomarnos a su intimidad cotidiana desde bien pequeña para intentar comprender el porqué de un final tan prematuro como trágico, a pesar de ser para muchos la crónica de una muerte anunciada.
A través de un metraje de más de dos horas, encontramos momentos evolutivos que arrojan cierta luz sobre la precariedad de su desarrollo psíquico personal. Cuando Amy tiene 18 meses, el padre se enamora de otra mujer pero continúa conviviendo con su esposa hasta que se divorcian, momento en que Amy tiene 9 años.
Podemos presumir una infancia acompañada por una madre triste y confusa, y un padre más ausente que presente. La ausencia de límites bien definidos y tranquilizadores se plasma en una imagen de Amy tirada por el suelo, presa de una rabieta infantil. Su madre se muestra impotente e incapaz de frenarla y el padre no se encuentra en la escena. Aunque no puede ser más que un esquema intuido a través de las imágenes, este entorno familiar de Amy predispone o aumenta la probabilidad de que Amy desarrolle una personalidad dependiente y/o adictiva.
En su 14 cumpleaños sorprende con un talento inusual imitando el famoso Happy Birthday de Marilyn al presidente J.F. Kennedy. Una voz espectacular, con unos matices y giros propios de alguien que ha vivido muchas más experiencias que una joven adolescente. Y, sin embargo, no se nos antoja artificial o impostada, sino enormemente auténtica. El amor por el jazz, legado del padre, y su talento innato como cantante hacen de la música el andamiaje que a duras penas sostiene un psiquismo débilmente estructurado.
Amy escribe canciones, escribe su vida, sus emociones, como si de un ejercicio terapéutico se tratara. Casi todas las letras transitan por los peores períodos de su vida, que son también, los más fructíferos artísticamente hablando.
Mientras tanto, las adicciones al alcohol, la marihuana, la heroína y el crack van haciendo su efecto y destruyendo la capacidad de desear otras cosas. De modo que, siguiendo a Víctor Korman [1], el sujeto queda sujetado a la droga, de la que obtiene casi todo el placer que necesita, en una suerte de compulsión a la repetición. La escena que mejor lo muestra se da cuando Amy, aún en el escenario, sin público, y con los 6 Grammys conseguidos por su álbum Back to Black, le confiesa a su mejor amiga ” todo esto, sin drogas, es un rollo.”
Pero su peor adicción es su otro-dependencia. Por un lado, el amor hacia un padre que le dice que ella “está bien” y aborta la posibilidad de iniciar una rehabilitación, como canta en su famosa canción Rehab. Por el otro, el amor hacia su marido, un recalcitrante drogodependiente. Ambos cierran el círculo que impide a Amy quererse a sí misma lo suficiente como para romper estas dependencias mortíferas. De nuevo, siguiendo a Korman, vemos como los procesos de autonomización de los adictos a las drogas son tan precarios que los hacen psicodependientes antes que drogodependientes.
En toda esta travesía agónica, la música y su extraordinario talento no pueden cumplir con su tarea sublimatoria y terapéutica. Existen probados ejemplos de artistas con una trayectoria familiar y personal compleja en la que su arte les aleja de la enfermedad mental, en la que sus creaciones les proporcionan alivio, fama y reconocimiento, como seria el caso del escritor James Joyce. Pero la sombra de la repetición tanática planea sobre Amy y su relación marital de estrago, en la que ambos coquetean impúdicamente con la muerte, con agresiones y lesiones mutuas. Impacta ver cómo Amy, en una sesión fotográfica, se lacera el estómago con un espejo roto para escribir sobre su piel “amo a Jake”.
Y es aquí donde entra en juego el tercer agente: el entorno social, económico y mediático que envuelve a la artista. La presión es enorme, los intereses por obtener beneficios crematísticos la empujan a una espiral a la que sólo puede hacer frente de la única manera que conoce: anestesiándose, intentando alterar químicamente una percepción del mundo que no le gusta y contra el cual se rebela.
No dejan indiferente a nadie las imágenes de Amy totalmente bebida sobre el escenario, intentando obtener ayuda de sus músicos mientras ellos siguen tocando y siendo espectadores pasivos de lo que ocurre. ¿Por qué nadie la cogió del brazo y la bajó de allí para alejarla de todo y de todos? ¿Por qué nadie le ofreció un espacio terapéutico donde superar ese infierno?
La respuesta no es fácil, nadie la tiene ya. Debemos conformarnos con las especulaciones, los intentos de acercamiento a una compresión más profunda de su corta vida y su trayectoria artística. Para los que admirábamos su talento y su voz, nos queda el consuelo de haberla visto grabar duetos con su ídolo Tony Benet, el que fuera primero ídolo de su padre y luego, por identificación, el suyo propio.
Al menos la vimos cumplir uno de sus sueños.
[1] Víctor Korman, El oficio de Analista, Ed Paidós, cap. “Y antes de la droga qué?”.