La actitud
La actitud puede llegar a ser la clave del éxito de todo tratamiento. Pero ¿cuál ha de ser?, ¿puede cambiarse?, ¿puede ser contraria al mismo sin que uno se dé cuenta de ello?, ¿puede hacer fracasar la terapia o tener éxito una determinada actitud?
Según el diccionario de María Moliner la definición de actitud es: “Manera de estar alguien dispuesto a comportarse u obrar. Disposición”. Ya vemos pues que la actitud precede a la conducta. No es innata sino que se adquiere y tiene mucho que ver con los sentimientos, con el ánimo o disposición para enfrentar las cosas que nos rodean y que nos afectan individual y colectivamente. Podríamos decir que es el motor de nuestra conducta. La que la impulsa en una u otra dirección.
Como todas las cuestiones adquiridas, nuestras actitudes pueden ser conscientes e inconscientes. Muchas veces ni tan siquiera nos damos cuenta de ciertas actitudes de animadversión o de filiación hacia ciertas personas, colectivos, cuestiones sociales, hasta que alguien nos los señala desde fuera. Es entonces cuando, si somos capaces de pararnos a pensar el porqué, podemos rastrear las asociaciones con nuestro pasado, con los dictados maternos o paternos, o incluso de nuestros abuelos.
Es muy frecuente observar en el análisis de niños y adolescentes cómo la actitud de los padres hacia el tratamiento de sus hijos influye de manera importante en la evolución del mismo. Aquellos padres que no creen en la eficacia de la acción terapéutica frenan y pueden llegar a bloquear el desarrollo positivo de la terapia. Por el contrario, los padres convencidos de que puede ayudarles a solventar los problemas un espacio propio para su hijo, más un terapeuta que actúa como tercero entre ellos y el niño, son padres que aceleran el proceso consiguiéndose resultados casi “mágicos”, según sus propias palabras. Pero no, no es magia, sino trabajo de colaboración con una actitud positiva por parte de todos: padres, niños o adolescentes y terapeuta.
También poseemos actitudes propias, conscientes, fruto de nuestra experiencia así como de nuestras reflexiones en torno a lo que nos rodea y concierne. Este tipo de actitudes conscientes pueden ser cambiadas más fácilmente que las inconscientes, que fueron cocinadas a fuego lento durante mucho tiempo y enterradas por la represión.
En consulta podemos observar todo tipo de actitudes frente al tratamiento: la escéptica, la entusiasta, la crítica, la paranoide, la colaboradora, la oposicionista, la negadora, la positivista, la optimista, la obediente, la díscola, etc. Tantas como personas se atienden.
Para predecir un posible éxito en la terapia es necesaria una actitud positiva y cierto convencimiento por parte del que consulta de que este proceso que inicia le va a ayudar en la remisión o alivio de sus síntomas o malestares. No es necesario que esta actitud sea positiva a priori, puede ser escéptica o crítica pero abierta al diálogo y la experiencia. Si existe tolerancia en el consultante para aceptar las explicaciones y las indicaciones del analista acerca de las sesiones, la actitud resistente puede virar hacia una colaboración que inicie una transferencia positiva, garante de un buen análisis.
La actitud desde el punto de vista psicológico puede mover montañas y derribar muros construidos con dictados y prejuicios arcaicos, adquiridos de modo inconsciente, que condicionan nuestra conducta sin saber en muchas ocasiones el por qué. Estar dispuesto a cambiar las actitudes que nos encorsetan y nos llevan a reaccionar con conductas que nos perjudican, aumenta exponencialmente el éxito terapéutico.
Nota: Este artículo está relacionado con el relato “Quimioterapia“