Cuando salí del hospital había dejado de llover. Era demasiado temprano para volver a casa y fui bajando el callejón hasta el paseo. Las hojas amarillentas de los plátanos llenaban los parterres y embellecían los bancos solitarios de piedra.
Me gustaba encontrarme con el otoño cuando salía a la calle. Así como la primavera me hervía por dentro y revoloteaba a mi alrededor – “huele a primavera” decía a mis hijas levantando la nariz hacia el cielo -, el otoño me cogía por sorpresa cuando descubría los dibujos de hojas marrones colgados en el vestíbulo de la escuela. La belleza primaveral era específica, propia de cada color que brillaba y hacía brillar el conjunto. La del otoño era, en cambio, una belleza de contraposiciones, de matices.
Crucé el paseo. Un tímido rayo de sol, el único que atravesaba los nubarrones, me señaló la copa de los plátanos y me acordé de los veranos adolescentes, cuando nos tumbábamos con los amigos sobre la hierba. Alguno citó a Thoreau “nada es tan bello como las copas de los árboles”, y consiguió que todos nos concentrásemos en ello. Yo no entendía qué había de especial en lo alto de un plátano, salvo el hecho de que tumbarnos juntos invitaba a tontear, a reír y a sentirnos libres tendidos sobre la hierba con el mundo del revés.
Aquel año, cuando volví en septiembre a la escuela, expliqué a mis amigas el gran descubrimiento del verano.
-Tengo una teoría nueva sobre la ley de la gravedad: un cuerpo cuya totalidad está en contacto con el suelo, es decir, en posición horizontal, es más feliz que un cuerpo en posición vertical, que tiene solo un punto de roce con el suelo.
-O sea- replicó Ester, a quien le gustaba llevar la voz cantante -que el grado de felicidad de un cuerpo es directamente proporcional a la cantidad de partes de este cuerpo que están en contacto con el suelo.
-Exacto.
-Pues entonces, guapa, los muertos son los más felices – concluyó con sorna. Y ensanchando unos ojos maliciosos añadió – ¿O quizá te refieres a un cuerpo que yace en el suelo con otro?
Y todas nos echamos a reír inquietas, bajando la cabeza, cubriéndonos la boca con la mano.
De nuevo la lluvia fina. Subí la persiana de la habitación y me senté en la cama deshecha, mirando a la ventana, con el informe del médico y el protocolo de la medicación. Aquel rayo tímido volvía a asomarse, caía sobre las hojas más altas del tilo de la plaza y dejaba el resto de la copa en la sombra. El contraste era tan bello que pude leer las palabras de Thoreau.
Título: Cápsula de belleza
Autora: Montse Freixas Rovira
Fotografía: Pepa Be