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Quimioterapia

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Quimioterapia

La bolsa que cuelga del porta sueros es amarilla, pero el líquido que baja por el tubo es transparente y puro como el agua. Es lo único que Pedro mira, ni jeringuillas ni agujas, porque el primer día, cuando vio como le extraían la sangre de la muñeca, tuvo náuseas.

Visualiza la batalla dentro de tu cuerpo, aconsejaba el libro de autoayuda. Vaya. Él no era belicista, la caña de pescar era el instrumento más violento que recordaba. Pero en el improbable caso de que él quisiera serlo, ¿qué papel jugaría en la batalla si no diseñaba la estrategia de ataque; desconocía al enemigo, y, por supuesto, no disponía de munición? Bah!, gilipolleces. Tenía que aceptar que habitaba dentro de un cuerpo que iba por libre y fabricaba mecanismos de autodestrucción sin tener en cuenta a la mente. Una vez más, se demostraba que la unidad del ser era otra gilipollez.
-No intente engañarme – le dijo a la psicóloga durante la primera sesión -la actitud no cura, es una leyenda urbana.
¡Todo el mundo se quiere curar! Pregunte a los que no lo superan.
Pero Pedro volvió a la consulta.
-Mire, yo nunca he sido un héroe.
-Nadie se lo pide, Pedro.
-Sí, todos lo hacen, todos me dicen que tengo que ser valiente, valiente ¿para qué? ¿es que soy un cobarde si tengo miedo? ¿o un perdedor si la palmo? Mire, yo solo soy maestro, ¿me explico?
-Dígame una cosa, Pedro, ¿en qué piensa cuando le administran el tratamiento?
-No pienso, dejo que me ensucien la sangre y cruzo los dedos, no puedo hacer nada más.

Pedro se acomoda en el sillón del box buscando la postura del sueño: reposapiés levantado, brazos sobre el reposabrazos, y respaldo abajo hasta conseguir el ángulo de ciento cuarenta grados.
-Le dejo un rato, Pedro –dice la enfermera maniobrando el carrito de curas. – ¿Quiere el mando de la televisión?
-No, gracias, hoy tengo trabajo, una gilipollez de la psicóloga.

Era un domingo radiante de julio. Mis padres habían alquilado una casita en la montaña para pasar las vacaciones. Era el último día. Maletas abiertas encima de las camas, fardos, bolsas. Mamá recogía la ropa tendida al sol. Papá desmontaba la caña de pescar sentado en la escalera del porche. Pasaron unos minutos hasta que nos vieron a Julia y mí plantados bajo el algarrobo como dos mendigos victorianos:
sucios, embarrados, cogidos de la mano, Julia con la muñeca al cuello. Papá soltó un taco que espantó al mirlo.

Había sido idea mía subir el lago. Nadie lo dudaba, Julia siempre me seguía "pero mamá me reñirá si me ensucio", me decía mientras yo la arrastraba hacia el bosque.

A papá le importó un rábano si había caído la muñeca, la niña o el cometa Halley. Habíamos desobedecido. Y hasta que no se asomó mamá para ver qué ocurría , nos llovieron rayos y truenos, y a mí un tortazo, por imprudente, lo que aún provocó más lágrimas a la pequeña Julia, que al ver a mamá se lanzó a sus brazos, cargados de sábanas blancas.

Una escena calamitosa. Sin embargo, preludio del momento gozoso en que cierro los ojos y siento el agua fresca de la manguera encima del cabello. Yo, cabizbajo, maravillado de la bondad de mamá, le ofrecía la nuca, la cara, el pecho; y su mano suave me estiraba la camiseta, desabrochaba los pantalones, me enjuagaba la espalda, todo sin dejar de rociarme con el agua pura y transparente mientras el barro se deslizaba por las piernas y se escurría por la pendiente.

-Pedro, ¿qué tal está? – pregunta la enfermera mientras apaga el silbido de la bomba de infusión.
-Limpio, muy limpio.

Título: Quimioterapia
Autora: Montse Freixas Rovira
Fotografía: Pepa Be

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