La vida pasaba silenciosa, de puntillas, como si no quisiera molestar. De vez en cuando mi hijo asomaba la cabeza “¡estoy aquí, mamá!”, y yo levantaba la vista del ordenador y le sonreía. Era un privilegio compaginar el oficio de la escritura con la maternidad. Lo sabía y lo disfrutaba como una etapa plácida que parecía que nunca iba a terminar.
Hasta que un día, la vida, cargada de hormonas feroces, se atrincheró en su habitación: “¡No entres, mamá!”.
Todo cambió. Mi hijo, mi vida, se convirtió en un extraño, un ser arisco e inaccesible. Empezaron las mentiras, la mirada esquiva, la actitud provocadora. El silencio desapareció bajo las tormentas que salpicaban las comidas familiares. Cada mediodía se iniciaba una guerra, cada noche terminaba como una pesadilla.
Miraba hacia atrás buscando en qué momento Alberto había escapado de mi regazo, qué me había pasado desapercibido. Me acordaba de mi hermano pequeño, Miguel, y su adolescencia de manual. Muchas noches, en mi duermevela, me aparecían escenas remotas de mi madre secándose las lágrimas con el delantal, mi padre aporreando la mesa. Y ahora le tocaba a Alberto. Se alejaba de mi, no hablaba. Se fue replegando y yo sólo palpaba un rechazo que no entendía. Incluso un comentario tan anodino como “necesito el ordenador para terminar un relato” provocaba una mirada desafiante, un gesto airado.
– No lo entiendo -me decía mi marido- conmigo tiene una actitud normal, quizás es tu respuesta o tu exceso de preocupación que le agobia ¿no crees? Déjale respirar, Ana, debe equivocarse, aprender para crecer. Está tanteando, y a ti también.
Empecé a escribir con obsesión. Mientras, intentaba acercarme a mi hijo sin gestos maternales porque había notado que lo ahuyentaban. Le dejaba mis relatos sobre la mesa, esperaba durante un par de días y los recogía intactos. Cuando ya pensaba que no le interesaba nada que viniera de mí, me sorprendió.
Ese día me habían citado en la escuela. Nos reunimos el tutor, Alberto, mi marido y yo. Mi hijo se había peleado con un compañero más pequeño que él, y cuando le preguntamos los motivos respondió:
– Me ha provocado, yo sólo quería darle una lección.
-¿Cómo que una lección? – exclamó mi marido indignado.
No podía creerlo. Busqué los ojos de Alberto y cuando por fin capturé su mirada no parpadeó ni la desvió, la mantuvo firme, descarada. Había repetido la transcripción literal de las palabras de un relato mío. ¿Podía ser casualidad?
De noche no dormía, veía la sombra de mi hijo paseando a oscuras por casa, me levantaba de la cama despacio y cuando me acercaba a su habitación oía cómo cerraba la puerta con sigilo.
El pulso me latía con fuerza. Cuando se apagaba la luz me acostaba y soñaba que se quemaban todos mis libros en una hoguera mientras Alberto y mi marido se mofaban de mi desesperación. Arrastraba el susto del último episodio.
Sucedió pocos días después de la entrevista en el colegio. Había castigado a mi hijo sin salir porque le había pillado con otra de sus mentiras. Pero se rebeló, se plantó delante de la puerta de casa.
-¡Déjame salir! ¡Voy a salir! -Me decía gritando como un poseso.
Le cerré el paso y, de repente, se volvió alzando el puño y lo aplastó contra el espejo del recibidor. Ahogué un grito. Mil pedazos de cristal tintineaban dentro de mi cabeza, por el aire, por el suelo…
No podía perder más tiempo esperando que las hormonas se calmaran y llamé a la psicóloga. Con mi marido decidimos que, para evitar otro conflicto, sería él quien le comunicara que habíamos pedido una cita.
– A mí no me pasa nada, es ella quien se inventa historias, lo del espejo es una prueba, papá, tú lo sabes. Está loca. Seguro que la idea del psicólogo ha sido suya.
Y yo, escuchando tras la puerta, me sentí un poco herida y sí, un poco loca.
En la segunda sesión la psicóloga quiso hablar conmigo. Me fijé que en la estantería había un ejemplar de mi libro de cuentos.
– Ana, ahora háblame de tus relatos ¿has escrito un cuento sobre un adolescente violento que discute con su madre y rompe un espejo?
– Sí, ¿cómo lo sabes? Si aun no lo he publicado, no lo ha leído nadie.
Así descubrí que mi hijo me leía, y que la vida, cuando pasaba junto a mí demasiado ruidosa, yo la recogía y la incluía en un cuento traspasando una línea muy fina.
Título: El extraño
Autora: Montse Freixas Rovira
Artículo: Este relato está relacionado con el artículo “Adolescentes y padres”