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El viejo y la guirnalda

En cuanto leyó el mensaje del hijo, el viejo salió de casa hacia el farolillo del sendero,  sacudió la nieve que lo cubría y lo encendió. “¡Julia, que vienen todos!”,  exclamó hacia la oscuridad. Y Julia, desde allá arriba, tomó aire y sopló una intensa ráfaga de viento: la noche se iluminó con cientos de estrellas; Júpiter y Saturno se alineaban en una gran conjunción;  Venus despertó a la media luna, que sesteaba tras las nubes; y un cometa que cruzó el cielo en un visto y no visto dejó su estela  suspendida sobre el invernadero.

Fue entonces cuando el viejo cayó en la cuenta de que no había colocado la guirnalda de luces. Sí, lo había olvidado y ahora le parecía que oía la voz de Julia reprenderle como hacía cada año “la Navidad es luz, viejo gruñón, ¿o no quieres que los chicos vengan y estén a gusto? Anda, ayúdame, vamos a colgar las lucecillas”.

El viejo entró en la casa cargado con  varios leños.  Atizó el fuego y recogió los periódicos y crucigramas desperdigados por el suelo, junto al sillón.  Cuando llevó el vaso de leche a la cocina, echó una ojeada a la despensa: el panorama era desolador, así que la cerró con llave para evitar malos pensamientos a los chicos.

Al salir de nuevo para tirar las botellas vacías, vio que la estela seguía sobre el invernadero. “Manda huevos, Julia”, murmuró, y  fue a buscar la escalera metálica. Hurgó en la caja de las herramientas. Abrió el cajón de las bombillas y en el fondo encontró la guirnalda de luces.

El viejo salió a la noche fría. Subió los peldaños con la linterna en la frente, despacio,  no sería la primera vez que tenia que sentarse cuando llegaba al final. Se sentó. Movió las manos entumecidas por el frío.  “Julia…”,  pronunció,  y a punto estuvo de rogarle llévame contigo, por Dios.  Pero Julia, desde allá arriba,  tomó aire, sopló una ráfaga de sueño y el viejo se durmió soñando que ella le sujetaba la escalera desde el suelo mientras él fijaba el cable con la misma habilidad que antaño, con sus manos  fuertes y  sus dedos ágiles. Una vez terminada la faena, ella le tomaba del brazo, “lo ves, viejo gruñón, cómo valía la pena”,  él asentía con la cabeza, satisfecho.

Cuando el viejo despertó,  sus dedos continuaban rígidos, Julia había desaparecido. Sin embargo, la guirnalda de luces todavía estaba ahí.

 

Títol: El viejo y la guirnalda

Autora: Montse Freixas Rovira
Fotografía: Pepa Be

 

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