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El niño y el duendecillo que quería ver el mar

// Grupo Mentoring

el niño y el duendecillo

Érase una vez un niño que vivía al lado del mar. Cada día después de desayunar bajaba a la playa con el cubo, la pala y el rastrillo. Dentro del cubo llevaba a sus mejores amigos: los muñecos de playmobil. Les construía castillos de arena, puentes levadizos, rampas y cabañas hechas con la pinaza que recogía por el camino.

Un día, mientras iba a recoger agua con el cubo, vio una cosilla verde que se movía sobre la arena. Cuando se acercó, descubrió que había una palabra escrita y la leyó: DUENDECILLO. Encima de la letra O dormía un ser diminuto que cada vez que resoplaba levantaba la punta del gorro. El niño no dudó ni un segundo: lo tapó con el cubo y se sentó a esperar a que despertara.

El duendecillo era pequeño, tan pequeño que acurrucado cabía dentro del círculo de la letra O. Pero, ¿qué hacía un duende en la playa? Pues descansaba del largo camino que había recorrido desde el bosque para ver el mar. Había llegado a la playa de noche, agotado y a la vez feliz de ser el primer duende que lo conseguía, así que escribió su nombre en la arena para que todo el mundo lo supiera.

Cuando el duendecillo se despertó ya era de día, pero todo su alrededor era amarillo como si estuviera dentro de un huevo. ¿Dónde estaba el cielo azul y las nubes? Se levantó de un salto y golpeó con las manos la pared amarilla. Oh, no era de madera, como su casita del bosque, pero se movía, y quizás si la empujaba con algo más de fuerza podría salir.

De repente, la pared amarilla se levantó y el duendecillo rodó por el suelo.

– Te he atrapado con mi cubo – le dijo el niño, que lo miraba desde arriba mientras el duende se sacudía la arena de la nariz.

– ¡Un niño! – exclamó el duendecillo al ver unos ojos tan redondos.

No había visto ninguno, pero sabía de qué manera los niños trataban a los duendes: sin ninguna consideración, como si fueran juguetes. Les sacaban el gorro, les estiraban las orejas puntiagudas, los encerraban dentro de una caja como si fueran gusanos de seda, y cosas más feas que, ahora, no quería recordar. Lo que debía hacer era escaparse si no quería terminar preso dentro de una casa de muñecas.

El duendecillo se puso tan nervioso que echó a correr en dirección al mar. Cuando llegó a la orilla del agua se detuvo . Oh, ¡aquello era inmenso! De repente, la espuma de una ola le cayó encima como un aguacero y con una fuerza terrible lo arrastró mar adentro.

El duendecillo movía brazos y piernas, el agua le entraba por los oídos y la nariz, él la escupía por la boca pero no había manera de subir y flotar. Mientras se hundía repetía la fórmula mágica:

– Espíritus del Bosque de las Hadas, ¡convertidme en un pez!

Pero no pasaba nada de nada. Lo único que conseguía era enfadarse recordando las palabras del duende sabio:

– No vayas al mar – le dijo muy serio – para nosotros, los duendes, es peligroso, tan peligroso como un niño. Y te diré por qué: el agua del mar es salada, y dentro del agua salada los duendes perdemos los poderes mágicos.

Oh, estaba perdido, por culpa del deseo tan loco de ver el mar no había hecho caso de los consejos y ahora desaparecería para siempre dentro de las profundidades. De repente, notó una sacudida, ¡flap! Le habían pescado con un cubo. Oh ¡otra vez las paredes amarillas!. ¿Estaba dentro del cubo del niño?. Qué mala suerte, pasaba de un peligro a otro desde que había llegado a la playa. Cuando miró hacia arriba, vio dos ojos redondos que le observaban.

– ¿No sabes nadar? – Le preguntó el niño mientras aguantaba el cubo con las manos.

– No …, no mucho – respondió el duendecillo tosiendo – porque en el bosque no necesito nadar para cruzar el río, lo atravieso encima de una hoja de roble. Escúchame niño, ¿me puedes sacar de este cubo? ¡Ya estoy harto de agua!

– Si, claro que sí, pero me tienes que prometer que no te escaparás.

– Te lo prometo. Palabra de duende.

El niño le acercó la mano, el duende se agarró y subió a la palma. Se sacudió el agua con cuatro volteretas, estornudó y finalmente se sentó con las piernas cruzadas.

– Escúchame niño, ¿sabes que me has salvado? ¡Y yo que pensaba que eras un enemigo! Cuando esté seco podré concederte un deseo, ya puedes ir pensando en ello – dijo el duendecillo – pídeme el deseo más grande que tengas.

– No es necesario que piense, – respondió el niño con los ojos brillantes – ya sé lo que quiero.

El duende se puso de pie y acercó su oreja larguirucha a los labios del niño.

– Dime: qué quieres.

– Quiero que me devuelvas a mi madre.

– ¡Hecho! ¿Dónde está, que la voy a buscar?

– No lo sé, su corazón se paró y se murió.

El duendecillo frunció el ceño.

– Escúchame – comenzó a hablar el duende, despacio como hacía el duende sabio ante los asuntos importantes – yo no te puedo devolver a tu madre, los duendes no llegamos al cielo.

– Si tú me la devuelves yo la podré salvar como he hecho contigo, porque el día que se le paró el corazón yo no estaba allí.

– Eso seguro que no, amigo mío – respondió el duendecillo – los humanos sois seres vivos como los animales y las plantas, y cuando morís es para siempre. Si el corazón deja de latir, todo el funcionamiento del cuerpo se detiene. Ni el duende médico, que es un gran científico, la habría podido salvar.

– Pero tú me has dicho que te pida el deseo más grande que tenga, y ahora me dices que no puedes conseguirlo, pues yo no tengo más deseos. ¡Quizás no eres un duende de verdad!

– ¡Sí que lo soy!

– No, no lo eres, hace un momento no podías salir del agua, ¡no tienes poderes!

– Sí que lo soy y te lo demostraré.

El duende saltó de la mano del niño a la rama de un pino, del pino al lomo de una gaviota, y se fue volando.

Cuando llegó al Reino de los Duendes, todos hicieron un corro a su alrededor para saber cómo era el mar, se había convertido en el héroe de la comunidad. Pero el duende sabia que lo más importante era solucionar el problema de su amigo y aprovechó que estaba en medio del corro, para decirles:

– Compañeros duendes, le he prometido al niño que le concedería un deseo por haberme salvado. Mi amigo sólo tiene un deseo y es un deseo imposible, necesito vuestra ayuda.

Durante tres días y tres noches los duendes dejaron sus tareas en el Reino para pensar y encontrar la solución. El cuarto día, todos trabajaban como hormiguitas, iban arriba y abajo por el bosque. El quinto día el duendecillo envolvió el deseo y fue al encuentro del niño.

La casa del niño estaba en lo alto de un acantilado. Desde allí el mar era bellísimo. El duendecillo esperó a que fuera de noche para saltar por la ventana. Se sentó encima de la almohada junto al niño que dormía profundamente.

A la mañana siguiente, cuando el niño se despertó vio un paquete sobre la alfombra. Estaba envuelto con corteza y un lazo de hiedra del bosque. Lo abrió y apareció una caja de madera preciosa con la forma de un corazón. No era un corazón cualquiera, era un corazón pintado con colores alegres como los gorritos de los duendes del bosque: rojo, amarillo, naranja, azul, verde. También había una llave.

El niño puso la llave en el corazón y al girarla oyó la voz de mamá que le decía “cielo mío, mamá está aquí, esta será nuestra caja de los recuerdos, guarda en ella todos los que tengamos juntos, y así, cuando quieras estar conmigo, solo tendrás que abrir este corazón.”;

El niño cogió el corazón de madera y lo abrazó. Estaba tan feliz que se pasó el día llenándolo de recuerdos.

Aquella noche, cuando el duendecillo volvió a la habitación y subió a la almohada se encontró una camita de playmobil preparada con una manta. Se metió dentro y durmió junto a su amigo.

Título: El niño y el duendecillo que quería ver el mar
Autora: Montse Freixas Rovira

Artículo: Este cuento está relacionado con el artículo “El duelo

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